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En cuatro palabras resumió un único deseo. No utilizó el correo de la esquina, tampoco una paloma mensajera, ni un email, ni a su mejor amigo, ni a la vecina cómplice que de vez en cuando asume el papel de Celestina… Sencillamente le robó a mi barrio un pedazo de acera y con unos trazos enormes y blanquísimos pidió a Carmen un único deseo: Carmen no me olvides

No había punto final, ni más palabras, ni flores, ni cupidos, ni corazones con flechas…

Y yo, que soy una tonta romántica enamorada de la vida y de los sueños, no pude evitar detenerme ante aquellas letras aunque no eran para mí ni tampoco eran mías. Tan solo tuve tiempo para una sonrisa. Después, como cada mañana a las 7:45, miré a ambos lados y crucé hasta la otra senda.

Diez minutos pudieran parecer una eternidad en determinadas circunstancias, pero creo que hoy transcurrieron demasiado rápido. Allí estaba yo de intrusa, mirando la reacción de los extraños ante un mensaje ajeno. Pudiera hablarles de la joven doctora que cada mañana lleva a su pequeño al círculo, de los tres chicos de secundaria que siempre andan sonriendo, del señor mayor que viste uniforme verdeolivo, de la señora pelirroja o de la que cada mañana llega con un cigarrillo entre sus dedos… creo que me quedaría sin líneas si los describiera a todos, tan diferentes —no solo por su edad.

Y aunque algunos parecían demasiado ocupados para detenerse a soñar con el amor de otros, la mayoría, cuando se descubrieron a punto de profanar aquellas letras, detuvieron sus pasos, leyeron apresurados y dejaron escapar una que otra sonrisa.

No conozco a Carmen —al menos no a la Carmen de esta historia—, tampoco al chico o al señor que escogió una acera de mi barrio para dejarle su mensaje. Pido perdón entonces, por hacer pública su intimidad, pero me resultó imposible resistirme al amor, a la magia, a las ilusiones románticas, a los sueños… aunque fueran ajenos.